domingo, 15 de junio de 2025

Cisne de fieltro

 



“Asustar a un notario con un lirio cortado”,
dijiste en la sobremesa tras el almuerzo familiar
un ejemplo de cómo la poesía transgrede la lógica
ante mis inquietudes literarias de joven ingenuo.
 
El verso nerudiano alude a la burocracia
a esos legajos tradicionales, papeles amarillentos.
 
Durante años te vi según esa imagen
un sacrificado jurista de tintes kafkianos
empleado público sensato y prudente.
 
Te enseñaba orgulloso mis primeros cuentos
“Borges desarrolló con mayor agudeza este tema”,
evaluabas, con esa parsimonia pedante
luego imitaba tus actitudes, incluso en escenarios
en los que parecía un personaje de Pirandello.
 
Sólo disfrutabas a Neruda en los poemas
mi gusto literario surgió en la necesidad de conocerte
en tus últimos años de vida te presté un libro grueso
de mi poeta favorito: Nicanor Parra.
 
No alcanzaste a leerlo ni supe tu mirada
del corderito con piel de lobo.
 
Me pregunto qué habrías dicho años después
cuando ya descansabas en paz
del hallazgo polémico en torno al Nobel chileno
aquel incidente con una mujer humilde en Ceilán
error de juventud del poeta, controversia hasta estos días.
 
Más me importaría enterarme de tus impresiones
acerca del trato que dio Neruda a Malva Marina.
 
Con cariño y tristeza, para mí fuiste un cisne de fieltro.

 

sábado, 3 de mayo de 2025

¿Qué diría Antón Chéjov?



 
“Soy inocente”, aseguraba Giuseppe Conlon
a cada compañero de prisión que consultaba.
Los atentados de Guildford
sembraban la duda entre los ingleses
por sobre el montaje policial y el circo
representado con insidia en la Cámara de los Lores.
 
Por estos días las verdades se pixelan
y la música urbana en más convincente
que la apología de Sócrates
o palabras murmuradas
con la mirada transparente
y el cálido flujo sanguíneo en la piel.
 
La calumnia quedó olvidada
en la tinta de Chéjov y sus páginas amarillentas
herramienta aséptica e incisiva
hoy exponencialmente cuántica entre falanges
numéricas de ceros y unos.
 
Giuseppe Conlon murió encarcelado
lejos de su Belfast natal
no alcanzó a ver su nombre limpio
del oprobio y la condena social.
 
Sólo nos queda acariciar la infancia
como un pajarito de alas rotas
anidar la verdad lejos de las redes sociales
reflexionar sobre la confianza en el vecino.

 


lunes, 7 de abril de 2025

Raíces profundas

 



A Renato le daban vueltas en su cabeza las palabras de la terapeuta. Por cierto, el tema no le resultaba indiferente, y era evidente que había una alusión directa en esa historia. “En serio, Renato, me ocurrió hace algunos años atrás: un paciente nunca pudo superar el límite laboral que alcanzó su padre. Por más que se esforzaba, su inconsciente siempre le hacía una zancadilla que le impedía progresar en su carrera profesional. Por eso, nunca hay que descuidar la Sombra, como solía llamar Jung a nuestros fantasmas ocultos en zonas mentales”.

En cuanto a sendero profesional, le parecía un eufemismo considerarse a sí mismo dentro de esa categoría. Con mucho esfuerzo, y tardíamente, se había titulado de Licenciado en Filosofía de la Universidad de Chile, carrera bastante apreciada cuando empezó los estudios, pero que ahora lo mantenía esclavizado a un liceo pobre, donde se gastaba la voz tratando de enseñar los pre socráticos y otros pensadores menores a muchachos que poco y nada les atraía esta disciplina. Aún peor eran sus honorarios, que apenas le alcanzaban para vivir míseramente arrendando un departamento en la Villa Olímpica y no le permitían compartir el hogar con su novia y la hija de ella, a la que quería como si fuera de su propia sangre.

Pero la figura de su padre calaba hondo, en especial porque ahora lo recordaba en la memoria con nostalgia. Abogado de profesión, tuvo una relación compleja con él durante su vida, mas no por eso había dejado de quererlo. Fallecido hacía años, para Renato fue un duro golpe perder a su progenitor cuando aún lo necesitaba en el apoyo emotivo. Lo añoraba, y muchas veces él era un recordatorio de su padre para la familia y algunos amigos suyos, que aún aparecían por los círculos sociales que Renato frecuentaba. Siempre le hicieron notar que imitaba a su padre, de forma más o menos consciente. La excesiva formalidad, la actitud conciliadora, el empleo de un lenguaje culto y, a veces, incluso rebuscado, los modales caballerescos y la inclinación por temas intelectuales, rayanos en la pedantería, eran rasgos que él había heredado y asimiló con los años.

Esta similitud no significaba, eso sí, que la relación hubiera sido todo el tiempo libre de conflictos. El padre de Renato solía ser autoritario y un tanto displicente. El hijo lo buscaba y buscaba y, tal vez justamente por eso, sentía una admiración frustrada de niño hacia su padre, razón bastante comprensible para imitar sus actitudes. Por eso Renato nunca mostró interés por el Derecho. Imaginaba un trabajo de abogado tedioso y demasiado estructurado, excesivamente tradicional. Y las diferencias se acrecentaron durante el proceso político del Plebiscito de 1988. Si bien Renato era un niño, cuestionó firmemente que su padre apoyara la dictadura militar, recibiendo las respuestas desganadas de su papá, que veía en esas impugnaciones a un simple infante que no entendía de lo que estaba hablando.

Pero en la familia también había cuestionamientos hacia la figura paterna. Tanto Renato, como sus hermanos, le insistían a su padre en que dejara el trabajo de empleado municipal, mal remunerado, y optara por entrar a una empresa privada, donde tendría mejores posibilidades. El padre se sentía a gusto en el Departamento Jurídico de la Municipalidad de Ñuñoa, era su hábitat natural, y en las contadas ocasiones en las que se había esforzado por posicionarse en un empleo con mejor sueldo, había recibido portazos en la cara.

Todo este puzle de memoria familiar cruzaba sus pensamientos mientras veía avanzar parsimoniosamente las estaciones de la Línea cuatro del Metro, de regreso a casa luego de una cansadora jornada en el liceo, cuando su ánimo despertó al recordar que, en una conversación de pasillo horas antes, un colega le había avisado que en la Universidad de Chile abrieron una convocatoria para cursar doctorados con atractivas becas. Renato sabía lo que ello representaba: de por sí aumentar sus ingresos, perfeccionarse, y fácilmente alcanzar un empleo de profesor auxiliar en la Facultad de Filosofía, camino próspero a la docencia. Una oportunidad como esa no la podía desperdiciar.

Mientras caminaba por la explanada de la Estación Grecia rumbo al paradero del Transantiago, llamó a su novia para darle las buenas nuevas, y ella lo felicitó por la posibilidad, además de rogarle que las visitara más seguido, que lo extrañaban. Sí, amor, es que las clases me consumen, pero de resultar esta beca todo cambiaría para nosotros. ¿Te imaginas viviendo juntos?, ¿siendo la mujer de un académico universitario?

Había oscurecido cuando llegó a su departamento. De inmediato encendió luces, el hervidor para una taza de té y el computador de escritorio: no quería perder un minuto en revisar el formulario de postulación. Mientras fumaba con la ventana abierta en el undécimo piso, iba repasando mentalmente todos los documentos que debía adjuntar, los cuestionarios a escribir y, sobre todo, el paper que le exigían para postular. Pensó escribirlo sobre Wittgenstein, un filósofo a su juicio poco valorado. Además, era novedoso y de su interés personal. Sólo había un reparo en todo ello: el plazo de cierre era dentro de dos días, por lo cual no dudó en calentar mucha agua y agotar su reserva de café. Pese a que tenía clases en el liceo al día siguiente muy temprano, bien valía la pena la vigilia escribiendo.

Cerca de las cuatro de la madrugada, ya evidentemente cansado, Renato sintió que alguien caminaba en el pasillo. Giró de su silla y, con espanto, vio que su padre lo miraba con lástima. Restregó sus ojos para ver si no era una fantasía por la falta de sueño.

—Hasta estas horas trabajando, Renatito, ¿acaso pretendes resolver tu futuro en una noche sonámbula?

—¿Qué haces aquí, papá? Esto no puede estar sucediendo.

—Lo que no puede suceder es que pretendas aumentar tu sueldo con tus libritos de filosofía. ¿Es que acaso a los socialistas trasnochados ahora les dio por ser intelectuales financiados por el Estado? Disquisiciones espurias, caldo de cabeza…

—Claro, lo había olvidado, tú siempre argumentando desde la retórica, con palabras pedantes como disquisiciones.

—Hijo, hazte un favor, anda a acostarte y deja de soñar despierto.

Fue en ese momento que Renato abrió los ojos de golpe y lo cegó la pantalla iluminada del computador con el documento que redactaba a medio terminar.

La jornada laboral al día siguiente le pareció a Renato una tortura. Hasta sus alumnos su burlaron de sus ojeras, y por la falta de sueño estaba con un genio muy irritable. Por poco se desquita humillando a un muchacho que intentaba pasarse de listo con preguntas capciosas. Horas después, en la cafetería del liceo, dando sorbos cadenciosos a un café muy cargado, se sentía a gusto de haber concluido por la mañana de ese día la postulación en línea a la beca. Era optimista: tal vez su paper no fuera tan prolijo (lo escribió con evidente apuro), pero era original y hasta elegante. De quedar seleccionado podría al fin decir adiós a ese liceo de mala muerte, aspirar a una vida mejor.

Los días que siguieron fueron de mayor calma, Compartió varios fines de semana con su novia y la hija de ella. Le contó pormenores de su postulación, hicieron planes juntos. Sabían que eran sólo castillos en el aire, pero buscaban conservar el optimismo, pese a que no daba garantías de nada. Renato le contó a ella el sueño con su padre, de lo angustioso que le resultaba.

—Es un tema que no has resuelto, por eso te sigue penando su recuerdo. Tienes que liberar esa tristeza.

—Lo sé, Belén, pero a veces pienso que es más fuerte que yo, que no hay forma de control sobre mi inconsciente.

—¿Y la terapeuta no te ayuda con eso?

—Le habló mucho sobre mi padre. De hecho, me ha dado varias señales que me hacen pensar mucho. Pero es como si fuera una sombra que me persigue.

 

A los pocos días, mientras Renato se disponía a impartir una clase de la tarde en el liceo, lo llamaron desde la Facultad de Filosofía. Era para una entrevista con el secretario académico del programa de posgrado. Sintió una mezcla de entusiasmo y temor a la vez. Muy educado, excesivamente formal, agradeció la llamada y confirmó su asistencia. Inmediatamente telefoneó a Belén para darle la noticia. Ella lo tranquilizó asegurando que tenía capacidades de sobra para quedar en el doctorado.

El día de la entrevista Renato se levantó muy temprano. Vistió una tenida formal, desayunó ligero, y caminó hasta el paradero con serenidad. Fue un sentimiento de nostalgia el volver a pisar el Campus Juan Gómez Millas: los mismos patios, los edificios de distintas facultades, los rincones que albergaban recuerdos. Los directivos de la Facultad de Filosofía habían cambiado, y Renato no guardaba mayor contacto con su alma mater desde que se tituló. Sin embargo, lo reconoció la misma secretaria de la Escuela.

Sentado, a la espera, repasaba su postulación de hacía algunas semanas y creía estar bien fundamentado para ser recibido por el secretario académico. Lo hicieron pasar y fue recibido por un hombre de unos cincuenta años, de rictus serio y barba prominente. Con un trato seco pero amable, la autoridad de la Facultad le explicó a Renato que sus antecedentes eran muy valiosos, muy buen currículum y recomendaciones, pero que le extrañaba que un egresado de la carrera con tan buenas notas cometiera lo que, no podía ser de otra forma, era un error estúpido: su paper era sólido, bien argumentado, de redacción prolija salvo porque estaba incompleto. El secretario le preguntó extrañado qué diablos le había sucedido, pues no cabía posibilidad de que un postulante tan sobresaliente entregara como trabajo final ese ensayo inconcluso.

Renato sintió el mundo derrumbarse ante sus ojos. Percibía menos luz que hace un momento y un nudo de tristeza le ahorcaba la garganta. Sería este, como le insistía su terapeuta, un acto fallido, una maldita zancadilla del inconsciente. Pero ¿qué significaba?, ¿qué motivó un error tan burdo?

Por cierto, el cielo se había nublado a la salida del Campus en Ñuñoa. Caminó escuchando la brisa sobre las hojas en sordina por la calle Ignacio Carrera Pinto. Perros quiltros le ladraban a su paso y Renato, con desdén resignado, los ignoraba. Una vez llegado a la avenida Grecia, entre un grupo de empleados de aspecto burocrático que cruzaron en su camino, creyó ver, con semblante taciturno, a su padre sonreír adolorido.


martes, 4 de marzo de 2025

El hombre ausente

 


“Y todo ¡¿para qué?!/ Para ganar un pan imperdonable/ Duro como la cara del burgués/ Y con olor y con sabor a sangre”. Los versos del sabueso Parra resonaban en la cabeza de Agustín a esa hora. Atardecía en Maipú y los borradores de sentencias judiciales parecían crecer como montañas en desarrollo geológico ante sus ojos. El sólo pensar en que debía transcribirlas en el viejo computador, ya arrastrando ojeras que se adosaban sempiternas sobre sus pómulos, además de la labor de corregir la gramática y la nomenclatura jurídica, no le dejaban más alternativa que suspirar, formar una leve sonrisa de resignación. Para sobrellevar el tedio, imaginaba pasos por la campiña del sur de Francia, en épocas doradas, como aquellas que con tanta maestría plasmara Van Gogh en sus días de asueto creativo, las mismas que revisaba en su triste habitación por las noches, siempre recurriendo al libro con ilustraciones en papel couché, tal vez su más sagrado refugio a la sofocante faena de los días hábiles.

Apenas finalizada su jornada diaria, este treintañero emprendía rumbo a Estación Central, en una travesía en el Transantiago que nunca dejaba de ser sofocante. Empujones, vagones del Metro como latas de sardinas humanas, los gruñidos y amenazas en el habitual desplazarse por la capital parecían el aderezo que singularizaba los viajes. Por sobre esos malos ratos, lo que exasperaba a Agustín era la indiferencia con que la sociedad tenía costumbre de responderle: el otro día se había detenido en un puesto de flores a la salida de la Estación Quinta Normal, pensando sorprender a su novia con un regalito, y se sintió literalmente un hombre

invisible. “Disculpe, quiero media docena de claveles blancos”. Sus palabras quedaron suspendidas en la fría noche santiaguina. El dependiente seguía mirando la teleserie previa a las noticias centrales, desde un pequeño televisor a baterías, y la que supuso su mujer ni se inmutó ante sus requerimientos, tan entretenida estaba conversando con la señora del puesto de sopaipillas. Que el Benja Vicuña cada vez más lindo, que la Raquelita se tituló de abogada, qué niña más habilosa, que se ríe tanto en las mañanas con las locuras del Luchito, y el pobre Agustín, insiste que insiste y nada, como si fuera un adorno más del paisaje. Ser anónimo que camina en medio de la masa de personas que regresan de su trabajo, él se dirige a tomar la micro rumbo a casa de Camila.

Su novia lo recibe amorosa, lo invita a sentarse y un café. Es un verdadero oasis, enclavado en esta sucia y ruidosa urbe, la casa de Camila. Sin embargo, ambos saben que la madre de Agustín no acepta la relación, y él se ha visto durante meses en la necesidad de perseverar en la mentira de una novia de nombre ficticio. Los prejuicios sociales, esa absurda manía que tenemos los chilenos de sentirnos siempre por sobre la clase social a la que pertenecemos, han destruido la intención de estos jóvenes de vivir un amor libre de tabúes y encuentros clandestinos.

Agustín y Camila beben café y conversan sentados en la terraza de la casa de los padres de ella. Él se desahoga detallando los pormenores de su asfixiante trabajo, parece un plañidero cantor de gesta y Camila lo consuela como una madre a su pequeño, mientras acaricia su escaso pelo. Juntos fantasean sobre la posibilidad de que Agustín encuentre un mejor trabajo, el sueño de irse a vivir a un departamento lejos de las respectivas familias, de disfrutar la relación a sus anchas y sin comportarse como adolescentes, de escaparse algunos fines de semana a algún balneario. Pero la dura realidad los aplasta luego de descansar sobre la nube: el desempleo aumenta en Chile, Agustín no terminó sus estudios de Derecho, el trabajo en el que se desempeña pretendía ser sólo por un tiempo, pero se ha prolongado, sin otra opción mejor y así…

Avanzada la noche se despiden con largos besos, como para recordarse mientras no se ven y Agustín emprende su regreso a casa, en Maipú. En el camino al paradero, se detiene en un boliche del barrio a comprar un encendedor para fumar mientras camina, así el frío se condimenta con un poco de humo de tabaco. Entra a la botillería y saluda al dependiente, pero él no se inmuta pues está concentrado viendo la teleserie bíblica del canal de televisión nacional. Agustín se exaspera y le grita que no es un dibujo en la pared, que cómo no lo atiende. El hombre se digna a mirarlo de soslayo y le replica que no le quedan encendedores. ¿Y ésos que veo ahí, qué son? Mire, joven, no le puedo vender, estoy sin boletas. Agustín está a punto de estallar y aparecen en el local unos tipos que parecen ser viejos amigos del dependiente, lo saludan efusivamente e intercambian bromas, piden comprar cervezas, vasos de papel y entre tanta algarabía el joven se desanima y prosigue su camino desconcertado.

En el solitario viaje a casa, Agustín piensa en su rutina y el lejano futuro que desearía. Ve a una hermosa muchacha leer “Madame Bovary” en el Metro y por instantes desea ser unos de los amantes de Ema en la Francia del siglo XIX, transportarse, como por arte de magia, a otro lugar geográfico, a otra época, abandonar esta vida de mierda que soporta día a día. Suena el teléfono móvil y lo despiertan de su ensoñación los gruñidos de su jefe, que las sentencias del Juzgado de Policía Local no pueden esperar, que está atrasado al menos una semana en el calendario de resoluciones judiciales, que no sabe en qué diablos ocupa su tiempo, que mañana lo quiere a primera hora en la Municipalidad. Agustín, luego de dar vagas explicaciones a regaños que no ameritan explicarse, corta el teléfono y suspira. La bella joven del libro baja en ese momento.

Agustín llega a casa tarde, con frío. Al abrir la puerta siente de inmediato el sonido del televisor a todo volumen. Su madre, que carga con años de viudez y una rutina

de dueña de casa, no encuentra mejor ocupación que echarse en la cama frente a la pantalla, prácticamente todo el día. Está por entrar a su pieza y la progenitora lo increpa: ¿me compraste los remedios que te encargué?, ¿hiciste aseo en tu pieza?, no puedes ser tan irresponsable, Agustín, no nos sobra la plata. ¿Cómo se te ocurre volver tan tarde, con tu madre enferma? Y al final, como un aminorado consuelo, le dice: le dejé un plato de cazuela de ave en el refrigerador, para que se lo caliente rapidito.

Agustín suspira nuevamente. Cierra la puerta de su habitación y se sienta en la cama. Casi por instinto, toma el libro con ilustraciones en papel couché de pinturas de Van Gogh. Abstraído y con la mirada fija en las láminas, que hojea parsimoniosamente, se ve caminando por la campiña del sur de Francia, esos parajes de trigos dorados. Justamente se detiene en la obra “Trigal con cuervos”, en las gruesas pinceladas amarillas sobre otras marrones, en el cielo interrumpido por esferas blancas, simulando destellos de luz y, sobre todo, en los cuervos que coronan el cuadro. Sabe que dos semanas después de pintar ese lienzo, el holandés se suicidó terminando una vida atormentada.

Mira los cuervos con devoción. Transpira, siente mareos, cree traspasar el límite del papel couché y se adentra en el cuadro, mientras de sus brazos comienzan a emerger tupidos plumajes negros, con reflejos iridiscentes azulados y púrpuras, que también colonizan sus piernas. Le crece una larga cola, un grueso cuello y un pico fuerte y oscuro. De un momento a otro sobrevuela su barrio de Maipú, y luego, la noche santiaguina, en busca de residuos, de carroña animal y humana. Quién sabe, tal vez ahora desee pronunciar Nevermore a su amada perdida en otra era.


miércoles, 26 de febrero de 2025

Viento puelche

 



Vacaciones familiares en La Araucanía

un balneario distante por entonces

del prestigio turístico que adquirió en el siglo XXI

en los 80 acogió a tres familias pudientes

que solían compartir en sus ratos libres.

 

Preadolescente tímido, fui a pasear con mis hermanos

y los otros jóvenes con los que veraneábamos

arrendar un bote por la tarde

nos internamos varios niños en el Lago Caburgua

una verdadera odisea en la rutina inocente.

 

El sol se ocultaba y desde la Cordillera

una brisa cálida nos adormeció serenos

líquido apacible, el tiempo se detuvo.

 

Hasta que la calma tornó en peligro

el viento puelche fue arrastrando

la embarcación aguas adentro.

 

Es un episodio de infancia. Salimos airosos

el remar con esfuerzo convirtió esta aventura

más allá del susto, en una anécdota

que recordamos las pocas veces que nos reunimos

los niños de entonces cuando fuimos adultos.

 

Días después de alcanzar medio siglo de vida

evoco el viento puelche de mi infancia

que se ha inmiscuido entre mis sueños

sigiloso, inadvertido, como un fantasma.

 

Al pavimentar rutas, al izar andamiajes

el viento puelche ha irrumpido anónimo

sin preguntar, sin previo aviso

para torcer el curso natural de los hechos

déspota entre prepotentes

y conducirme a parajes insospechados

secuestro de voluntad y raciocinio

como un pequeño bote de niños en aguas recónditas.


viernes, 10 de enero de 2025

Blade Runner

 


A Penélope nunca le gustó mucho el cine arte. Encontraba tan densas esas películas europeas, además de rebuscadas, verdaderos caldos de cabeza. Prefería ver teleseries de los 90 en YouTube después de sus turnos de trabajo en una heladería del Paseo Bulnes, y fantaseaba con galanes chilenos como Francisco Reyes o Álvaro Rudolphy.

 

Su mamá le había inculcado este gusto por los culebrones nacionales. Los veía solitaria mientras cuidaba de su hijita en los primeros años de vida y, cuando Penélope fue adolescente, se los enseñó en tardes compartidas en el hogar.

 

—¿Qué estás viendo?

—“Jaque Mate”. Es buena, ¿cierto?

—Sí, ese amor entre Paulina Urrutia y Pancho Reyes es muy bonito. Y pensar que esa actriz fue ministra de Cultura. ¿Has hablado con la Pauli o la Khris?

—No, están en otra, mamá —respondió notando una segunda intención en la pregunta—. ¿Por qué quieres saber?

—Mijita, ya casi no sales. Entiendo que termines muy cansada después de llegar de la heladería, pero piensa que eso no va a ser para siempre. La vida continúa, Penélope. Te veo encerrada todo el tiempo, hasta los fines de semana.

 

La joven había terminado la carrera de Recursos Humanos y, ante la falta de empleo en lo que estudió, con desgano aceptó la oferta de una amiga de su mamá en la heladería. Desde el inicio fue con la condición de que sería temporal, pero la rutina la había absorbido más de la cuenta, en opinión de su progenitora.

 

No obstante, había otro problema que la mujer veía en su hija. Lo que Penélope no admitía, ni para sí misma, era que en realidad se sentía muy sola y hacía caso omiso a consejos sobre su vida personal de las pocas amigas que conservaba del liceo o de sus compañeras de la heladería.

 

La muchacha desde los 12 años había querido conocer a su papá. Si bien le había dado el apellido, su madre se había negado tajantemente a revelar su paradero. “Él no quiere saber nada de ti. Lo siento, me hubiera gustado que estuviera más presente en tu vida, pero tomó distancia a los pocos meses de que tú naciste”, le explicó cuando Penélope había cumplido 20 años, pues consideraba que ya era hora de decirle la verdad con todas sus letras.

 

En la heladería la joven se concentraba en servir los conos con diferentes sabores de helado y atender a los clientes con amabilidad, sin involucrarse mayormente con las personas que circulaban por el lugar. A veces le correspondía atender mesas en la vereda y le causaba un poco de hastío ver tanta pareja de enamorados mimarse en las tardes veraniegas.

 

—¿Quién te dejó esa propina? —le preguntó asombrada una compañera al ver el platillo con billetes en la mano de Penélope.

—Ese caballero de allá—le respondió señalando con el dedo a un hombre de mediana edad.

—Oye, flaca, él te quiere decir algo con esa propina tan generosa. ¿No te gusta? Igual lo encuentro mino. Anda a meterle conversa antes de que se vaya, no seai pava.

—No, no me tinca.

—Penélope, ¿cuándo vai a despabilar? Desde que entraste a trabajar en la heladería nunca te he conocido un pinche.

—Es que, ¿sabes?, no estoy pensando en eso ahora. Ya llegará.

 

Su compañera no quiso insistir. Siempre era lo mismo con Penélope, tan tímida y ensimismada. Le caía bien, la encontraba una buena chica, pero le daba lata que anduviera todo el tiempo tan sola. Ni siquiera se animaba a salir con las chiquillas después del turno.

 

Con el paso de los días, los sudores de las empleadas de la heladería fueron cediendo al otoño y el menú varió su fuerte de ventas al café y los pasteles. Penélope sentía que la luz natural disminuía al unísono con sus ganas de vivir.

 

Un sábado por la tarde, tras ir a comprar pan a un negocio cercano en La Florida, sorprendió a su madre en su habitación con la puerta entrecerrada. Miraba fotografías impresas, apenas veía las imágenes en la penumbra.

 

—¿Qué hace, mamita?

—Acá, viendo unas fotitos. ¿No querías conocer a tu papá?, ¿quieres ver cómo era cuando más joven? —le señaló acercando algunas de las fotos hacia ella.

 

Penélope sentía el papel fotográfico temblar entre sus dedos, como si cometiera un delito al mirar imágenes prohibidas. Reconoció a su mamá en una edad similar a la que ella tenía en este momento. A su lado un hombre alto y delgado, con profuso bigote. Ambos vestían medio hippie y todo parecía indicar que estaban en un campus universitario.

 

—¿Por qué me muestra ahora estas fotos?

—Ya estás grande, no se puede tapar el sol con un dedo. Quedé embarazada de ti muy joven. Cuando tu papá se fue lo pasé muy mal, por eso no te había contado.

—¿Ha hablado con él?

—Algunas veces, pero no quiero que aparezca de un día para otro. No después de que se mandó a cambiar cuando naciste.

 

La muchacha no lograba estar quieta, caminaba de una esquina a la otra de la habitación mirando a su madre de reojo, con temor, a cada movimiento. Hasta que se armó de valor.

 

—Mamá, ¿cómo conoció a mi papá? Cuénteme de él.

—Fue en los años en que estudiaba Trabajo Social. Roberto estudiaba otra carrera y nos conocimos en la facultad. Tu papá es una buena persona, es muy inteligente, pero fue muy inmaduro. Cuando supe que te esperaba abandoné los estudios y él, poco a poco, se fue alejando. Era una presión muy grande, su familia nunca me aceptó. Son gente de plata.

—¿Y qué es de él ahora?

—Se casó y formó una familia con todas las de la ley. Es profesor en la universidad desde hace años.

—¿Y qué enseña?

—Filosofía. No creas que te voy a dar más pistas, Penélope. Basta con que sepas quién es, pero no quiero que lo busques.

 

La joven se sintió confundida. Su mamá le revelaba la identidad de su padre luego de tantos años negándose, pero seguía cerrada a la posibilidad de que lo conociera. Además, nunca imaginó que su papá fuera profesor de Filosofía y en una universidad. No fue un ramo que le entusiasmara en el liceo y no entendía qué genes había heredado de él.

 

La semana que vino estuvo incluso más callada durante sus turnos en la heladería. Sus compañeras estaban acostumbradas a ese carácter solitario de Penélope, así que no les pareció extraño.

 

Uno de esos días terminó su trabajo a las seis y no quiso caminar con ellas al Metro de regreso a casa. Atardecía y la joven estuvo deambulando a paso lento por el Paseo Bulnes. Observaba a la gente, en especial a hombres mayores. En una esquina se topó con la librería del Fondo de Cultura Económica y, de un momento a otro, parecía hipnotizada mirando los libros de la vitrina.

 

Un treintañero vestido con abrigo largo color negro llamó su atención al entrar a la tienda. Penélope disimuló un poco y siguió sus pasos. Lo miraba a distancia desde una estantería, simulando que en realidad veía las ediciones en las repisas. Le parecía muy enigmático y atractivo. En un momento sus miradas se cruzaron y el hombre sonrió con ternura.

 

Ella volvió inmediatamente su mirada al libro sobre Derecho que tenía en la mano, fingiendo estar concentrada. Él se acercó y Penélope se sentía nerviosa.

 

—¿Hans Kelsen? Interesante, pero creo que ya está un poco añeja su teoría —la abordó.

—¿De quién me hablas? —preguntó Penélope sin entender. Él se rió y le hizo una seña hacia el libro en su mano. La joven vio el nombre que le había dicho en la portada y se ruborizó.

—¿Eres estudiante? —le consultó para que no se sintiera incómoda.

—No. Trabajo por acá cerca. Quise mirar un poco antes de volver a casa. ¿Y tú?

—Hace tiempo terminé mi carrera, pero vengo a comprar seguido a esta librería. Soy Andrés, un gusto… —y levantó las cejas esperando que se presentara.

—Penélope —respondió con una sonrisa.

 

De inmediato Andrés le comentó del origen literario de su nombre, cuestión que ella, si alguna vez supo, lo había olvidado. Le contó que había estudiado Literatura y ahora pituteaba en una agencia de publicidad. Luego le preguntó si le gustaba el cine noir, a lo que Penélope le indicó que no sabía mucho de esas cosas. “Están dando una película de ese género muy buena en el Normandie, ¿vamos?”, propuso. La muchacha quería conocer a este tipo, pero sentía que iba muy rápido. Quiso hacerse de rogar, pensaba que era lo indicado, pero sentía temor de que la oportunidad de volver a verlo se desvaneciera ante una negativa. “Bueno, vamos”, le indicó luego de unos segundos meditativos.

 

Nunca había ido a ese cine, pese a que quedaba muy cerca de su lugar de trabajo. Se dejó seducir por ese misterioso hombre. Le pareció una sala antigua y le llamó la atención la gente que la frecuentaba, diferente a la que acostumbraba a relacionarse. La película era “Blade Runner 2049”, Andrés le explicó que se trataba de la segunda parte de un clásico de ciencia ficción de los 80.

 

Encontró muy mino a Ryan Gosling, el replicante K, y la historia le pareció original, aunque difícil de entender a la primera. Después de la función Andrés le explicó con mucho detalle el trasfondo del filme, capturando la atención de Penélope, quien se sorprendió de la inteligencia y elegancia de este tipo. Pero lo que más le quedó dando vuelta de la película fueron las imágenes de los recuerdos de infancia del replicante K, el caballo de juguete, que en la historia el personaje no sabe si son reales o fueron implantados producto de una sofisticada programación en androides con forma humana.

 

Cuando salieron del cine, él le propuso que fueran a tomarse un café y ella aceptó, pero le pidió que no escogieran un local en ese barrio, pues le incomodaba estar cerca de su trabajo. Terminaron en el Prosit de Plaza Baquedano y compartieron hasta tarde.

 

Andrés le contó que arrendaba un pequeño departamento en Ñuñoa y que tenía ganas de emigrar hacia otra ciudad. Por el momento se concentraba en su trabajo y en escribir cuentos y un proyecto de novela. Penélope le confesó que no leía mucho, pero sin mencionarle notó que le atraía que él tuviera esos intereses.

 

—¿Trabajas desde hace tiempo en la heladería?

—Llevo más de un año ahí. Entré a trabajar mientras encontraba algo en lo que estudié, Recursos Humanos, pero está difícil y por lo menos esta pega me da para ayudarle a mi mami.

—¿Vives con ella?

—Sí ¿Sabes?, nunca pensé que me constaría tanto independizarme luego de terminar de estudiar.

—Pucha, Penélope, está complicada la situación, en especial para las carreras que no son Ingenierías, para lo que es más humanista. ¿Y tienes hermanos?, ¿tu papá?

—Soy hija única. A mi papá no lo conozco.

—Entiendo…

 

Las palabras de Andrés hicieron sentido en la muchacha, quien valoró mucho la sensibilidad con que él escuchó su realidad actual. Luego él le preguntó si estaba con alguien y ella reconoció que, por ahora, no.

 

Había anochecido y él le propuso que tomaran unas cervezas, la invitaba. Penélope bebía de vez en cuando y dijo que sí, quería seguir conversando con este hombre, pese a que era tarde y al día siguiente le tocaba turno, pues por primera vez conocía a alguien que la introducía a un mundo nuevo que misteriosamente le resultaba adictivo.

 

Andrés le comentó acerca de sus proyectos literarios y hablaba con tal pasión que la joven se sintió muy atraída hacia él. Finalmente cerraron la noche con tiernos besos en la terraza del local. Intercambiaron teléfonos y contactos de Instagram. Penélope se despidió muy cariñosa y tomó una micro con una sensación de plenitud interior.

 

En los días siguientes Penélope se sentía con más ánimo, estaba más contenta y en la heladería se dieron cuenta. Sus compañeras le preguntaron y ella no tuvo problemas en comentar sobre su aventura, advirtiéndoles que no sabía aún si continuaría viendo a este hombre. También notó su madre este cambio anímico y trató de soltarle la lengua con bromas, pero ella prefirió no seguir el juego y, al menos por ahora, no revelar lo sucedido esa noche.

 

Penélope tomó la iniciativa de escribirle a su WhatsApp, luego de tímidos intercambios en Instagram. Andrés fue receptivo, conversaba un rato con la joven y le prometió que pronto volverían a verse.

 

La segunda cita fue en una lectura de poesía en el Espacio Estravagario de la casa de Neruda. La muchacha no sentía gran interés en la actividad, pero quería ver a Andrés y entendía que esos panoramas eran de su gusto.

 

El lugar le pareció de lo más elegante y él le iba introduciendo a los diferentes poetas que leían con micrófono desde una mesa en una esquina, con la solemnidad que ella pensaba que requerían esas intervenciones. Los poemas no llamaron mayormente su atención, más bien le aburrían un poco, pero estuvo expectante a que, después de la lectura, Andrés la invitara a beber unas cervezas a Bellavista.

 

El literato conversó con muchas personas de la cultura durante el cóctel tras el evento, siempre acompañado de Penélope, a quien presentaba como una amiga. Nadie se animó a preguntarle algo a la chica y ella sólo sonreía y, a lo sumo, decía algunas palabras de buena crianza.

 

Una vez que se fueron Andrés estuvo de acuerdo en pasar a Bellavista y le preguntó cómo se había sentido en la actividad.

 

—Bien, estuvo entrete. Tus amigos son muy intelectuales, pero simpáticos. No sé, Andrés, no entiendo mucho de poesía.

—Lo importante es que te hayas sentido cómoda. Gracias por acompañarme, me hubiera dado lata estar solo. Igual hay muchos chismes entre los poetas.

—Tenía muchas ganas de verte… —sinceró Penélope.

 

Andrés se sintió complacido con las palabras y actitud de la muchacha y le propuso que fueran a comer una chorrillana a un local muy bueno que conocía. Quería que fuera una noche especial.                               

 

Luego de disfrutar las papas fritas y la carne, se quedaron largo rato conversando. El literato le preguntó si tenía sueños en la vida. Penélope le respondió que esperaba algún día conocer a su padre y le contó acerca de él, los detalles que hace poco le había revelado su mamá. También le dijo que le gustaría vivir sola, pero sabía que para eso necesitaba un trabajo mejor. Después la joven le señaló que ahora era el turno de él.

 

Andrés, por su parte, le confesó que quería forjar una carrera en la literatura chilena, publicar y ser reconocido. Asimismo, también le indicó que quería echar raíces, que se sentía solo y quería compartir su vida con una mujer. Fue entonces cuando la muchacha le preguntó cuáles eran sus intenciones con ella.

 

—Penélope, eres bonita y me agrada tu compañía. Me gustaría que nos conociéramos mejor, que pasáramos más tiempo juntos. Si es que tú quieres, por supuesto.

—¿Te refieres a algo más en serio?

—No tengo problema en formalizar lo que tenemos. Me gustaría conocer a tu mamá y tus amigos.

—Mira, Andrés, me gustaría que nos viéramos más seguido. No quiero que conozcas a mi mamá por el momento, es que ella me trata como una cabra chica. Y a mis amigas del liceo hace tiempo que no las veo.

 

Él señaló que le alegraba saber que quisiera compartir más tiempo con él y que la encontraba muy transparente y sencilla, sin dobleces, como el personaje de la muchacha que llama a Marcello Mastrioianni en la escena final en la playa del filme “La Dolce Vita”.

 

La joven le advirtió que no había visto esa película, pero que lo que decía era bonito. La verdad, no sabía cómo tomarse ese piropo, pero le daba miedo quedar como ignorante. “La veremos juntos”, le prometió Andrés y se besaron por largos minutos. Avanzada la noche, él le propuso que fueran a un motel. Penélope sintió temor, no tenía mucha experiencia. Sin embargo, deseaba a este hombre y no quería que él tomara a mal una negativa. Le dijo que aceptaba ir siempre que él fuera delicado con ella, que entendiera que igual era una mina tímida. El treintañero la abrazó y le prometió que no harían nada que ella no quisiese.

 

Esa noche quedó grabada en la memoria de Penélope. La pasión con la que se entregó Andrés la hizo sentir plena y, por primera vez, sintió que quería a un hombre. Él la acompañó, más tarde, hasta su casa en un Uber y se despidieron en el auto. La joven entró sigilosamente y notó que su madre dormía.

 

Las semanas que siguieron fueron una nueva etapa para la vida de la muchacha. Si bien no pregonó a los cuatro vientos que Andrés era su pololo, en los hechos formaban una relación estable. Penélope visitó un fin de semana el departamento de su novio en la Villa Olímpica. Le sorprendió la cantidad de libros acumulados en estanterías y sobre mesas y veladores. Asimismo, notó de inmediato que era un hogar que lloraba un cuidado más femenino en el ambiente. Con el tiempo se le hizo habitual visitarlo, y llevó algunas plantas y flores para que su querido respirara un aire más puro, así como para llenar de colores naturales el piso de soltero.

 

En la heladería vieron llegar al treintañero con mucho agrado. “Bonito tu chiquillo, Penélope”, le comentó una compañera. Si bien la supervisora del local no tuvo problemas en la visita, siempre que se limitase a consumir e intercambiar una que otra palabra con su novia, le advirtió a su empleada que no se entusiasmara con su presencia ni se distrajera de sus labores. “La suertecita que tiene esta pendeja”, exclamó por lo bajo la mujer una vez que Andrés le cancelara en la caja.

 

La mamá de la joven, luego de que Penélope se ausentara muy seguido los fines de semana, finalmente le preguntó quién era su pinche. La sonrisa constante de su hija era prueba más que evidente de este pololeo. Ella se mostró reticente a hablar de él, pero accedió dado que ya sentía más firme la relación. Lo que le causó mucha inquietud fue que su madre pidió que lo invitara a casa.

 

Lo conversó con Andrés, explicándole la relación con su mamá. “Me molesta que sea tan metida. Ya estoy grande, pero ella igual es muy sobreprotectora. No sé, pienso que quiere hacerte la radiografía, Andrés”. Su novio la tranquilizó, le hizo hincapié que es normal que su mamá quiera conocerlo. “Cuando mis papás vengan a Santiago, me gustaría mucho que los conocieras”, le aseguró, argumento que terminó convenciendo a Penélope.

 

Un domingo por la tarde la madre de la joven preparó una rica once. Jamón, queso, bebidas y unas papas fritas, además del café y té, adornaban la mesa del comedor en la casa en La Florida. Penélope fue temprano a buscar a su novio y llegaron a casa cuando atardecía.

 

A la señora le pareció un joven educado y formal. No obstante, había algo que no la convencía del todo.

 

—¿En qué trabajas, Andrés?

—En una agencia de publicidad. Estudié Literatura, pero hace ya tres años que soy redactor creativo.

—Curioso, a la Penélope nunca le ha gustado mucho leer. ¿Cómo se conocieron? —preguntó inquisitiva, frente a lo cual intervino su hija.

—Fue en una librería cerca de mi pega, mami. Después vimos una película súper entrete.

—¿Y desde cuándo vas a librerías, mijita?

—Fue una casualidad. Es que un día después del turno andaba paseando y vi un libro que me gustaba. ¿Por qué tanta pregunta? —dijo con un tono un poco molesto.

—Bueno, reconozco que con Penélope somos distintos, tía. Yo la encuentro una chica muy linda y de buenos sentimientos —terció Andrés para aliviar la tensión.

 

La madre de la joven no quiso interrogar más al hombre y sólo le preguntó, en un tono amable, por sus padres. Andrés le contó que viven en Temuco, que él se vino a Santiago a estudiar y se quedó acá, y que en su familia abundan los abogados. Luego, la conversación se tornó más amena y la señora contó anécdotas de Penélope cuando era niña.

 

En un minuto la muchacha fue a su habitación en busca de un álbum de fotos y Andrés le preguntó si podría conocer su pieza. “Claro, pasa”, lo invitó Penélope. Al hombre le llamó la atención los tonos rosas del dormitorio y los diversos peluches sobre la cama, pero sonrió en silencio y no quiso hacer un comentario hiriente. No obstante, vio el notebook encendido con un video de YouTube en pausa.

 

—¿Qué estabas viendo, Penélope?

—“Adrenalina”

—¿En serio?, ¿la teleserie, esa con la Cathy Winter?

—Sí, se nota que la conoces.

—Claro que sí. Pero es antigua, no entiendo por qué la estás viendo, tal vez ni habías nacido cuando la dieron en la tele.

—Andrés, estas teleseries le gustaban a mi mamá. Después ella me las mostró y desde ahí que me gustan. ¿Tiene algo malo acaso?

—O sea, igual creo haber visto “Adrenalina” hace años. De hecho, el guionista también ha publicado novelas. Pero las teleseries no son de mi gusto particular, Penélope, a decir verdad. No sé, creo que las telenovelas han perpetuado un estereotipo caricaturesco de la sociedad chilena por décadas.

 

La joven se limitó a arrugar la nariz. No le había caído nada bien ese comentario, encontró que su pololo estaba siendo muy pedante. Pero no le dijo nada, prefirió sugerirle que volvieran al comedor para ver las fotos del álbum, que ahora tenía en sus manos.

 

 

Una vez en la mesa, Andrés vio las imágenes de Penélope cuando niña, delgada y con cara alegre. La encontró muy tierna y se lo hizo saber a ella y a su madre. Terminaron la velada los tres muy satisfechos.

 

Sin embargo, una vez que Andrés se fue, la madre le hizo notar sus aprehensiones con su novio de forma directa.

 

—Mijita, Andrés parece ser un buen hombre, pero es al menos diez años mayor que tú y puede que el pololeo termine mal.

—¿Por qué ese afán de querer embarrarme la vida? Debería estar contenta por mí.

—Claro que quiero lo mejor para ti, pero más sabe el diablo por viejo que por diablo.

—Pero el Andrés no es tan mayor que yo, tampoco soy una niñita, sé lo que hago.

—Penélope, no es que quiera dirigir tu vida. Es que ese joven me da mala espina. Me recuerda a Roberto…

—¿A mi papá?, ¿y qué tiene que ver él en este baile? Si ni siquiera lo conozco. Mamá, no crea que yo soy una fotocopia de usted.

 

La conversación terminó ahí y ambas decidieron guardar silencio el resto del día. De todos modos, a la joven le calaron hondo las palabras de su madre y meditó sobre ellas hasta avanzada la madrugada.

 

Las salidas de la pareja consistían casi exclusivamente en panoramas culturales de Andrés, con su círculo social. En un principio Penélope acudía sin reparos, queriendo conocer más profundamente el mundo de su novio, pero con el tiempo comenzó a hartarse de estar en eventos de los que entendía poco o nada y, para los amigos del literato, era un mero adorno social tras su figura.

 

Luego de que se atreviera a plantearle este reparo a Andrés, él admitió que no había pensado en ella lo suficiente y propuso que lo visitara seguido a su departamento, así podrían conversar y ver películas. La dinámica funcionó, Penélope disfrutó de explorar los gustos intelectuales de su novio y la satisfacción fue mayor cuando su madre le permitió quedarse algunas noches a dormir allá.

 

Los pololos disfrutaron de vida de pareja e intimidad, en un ambiente llano y sincero. Una tarde la muchacha vio la película “La Dolce Vita” junto a Andrés, en un viejo equipo de DVD. La joven del filme que su novio decía parecerse a ella era, a los ojos de Penélope, una chica muy linda. Sin embargo, no entendió muy bien la película ni menos esa supuesta similitud que Andrés veía en este personaje. Él hizo gala de su acervo cinematográfico y le explicó que el trasfondo de esta obra de Fellini era la decadencia de la burguesía europea, llena de cinismo, vicios, lujuria y excesos. Una vida superflua, a fin de cuentas. Entonces, según el literato, esa rubiecita viene a ser una figura de pureza e inocencia.

 

—Igual antigua la peli, en blanco y negro. ¿De verdad me ves como a esa niña?

—O sea, es una representación simbólica, pero te encuentro inocente —aseguró Andrés.

—No sé, tampoco creo ser una santa…

 

Penélope estaba a gusto con indagar en los secretos de su novio, en conocer tanto sus gustos como mañas, pero no podía evitar sentir que había mucho de Andrés que él sabía ocultar muy bien o disimilar con naturalidad.

 

Una tarde decidió quedarse en casa. Miró detenidamente el perfil de Instagram de Andrés. Más allá de las publicaciones recientes en que también aparecía ella, sintiéndose orgullosa y muy conforme con estar presente en estos registros, el resto de lo posteado consistían principalmente en fotografías y anuncios relativos a la literatura, de corte impersonal, salvo uno que otro comentario de amistades.

 

El material más íntimo de su novio en esta red social eran amigos, casi todos hombres, que ella había conocido hace poco o en alguna conversación con ellos se habían mencionado. A la muchacha no le caían muy bien estos literatos, tan creídos y pedantes a su parecer.

 

De todos modos, Andrés le había contado de relaciones anteriores, aclarando que no fueron muy formales ni duraron mucho tiempo. Pero a Penélope le llamaba la atención que no hubiera ninguna mujer en el pasado de su pololo que representara un hito significativo en su vida.

 

En estas cavilaciones estaba cuando su madre llegó del trabajo. “Mijita, ¿no le tocaba turno hoy?”. La joven le indicó que hoy y mañana los tenía libres.

 

—¿Te peleaste con Andrés?

—No, mamá. Es que aproveché para descansar. Lo veo el fin de semana. Oiga, ¿cómo se llevaba con mi papá cuando pololearon?

—¿Con Roberto? Mira, me gustaba mucho conversar con él, sabía tantas cosas. Hacíamos mucha vida universitaria. Pero cuando conocí a su familia me espanté un poco.

—¿La trataron mal?

—Nunca tanto, pero eran tan pitucos. De esa gente que sabe ser elegantemente pesada. Yo sabía que nunca me iban a aceptar como la mujer de Roberto. Bueno, y cuando te quedé esperando a ti, ya sabes…

—¿Mi papá ha preguntado por mí?

—Las veces que he hablado con él siempre me ha preguntado. Pero, como te dije, Penélope, no quiero que él venga a hacerse el papá cariñoso si durante tanto tiempo se hizo el leso.

 

Penélope se preguntaba acerca de sus raíces y sobre quién era, en definitiva. En el liceo tuvo buenas amigas y había compartido bonitos momentos. También una que otra aventura con chiquillos de otros cursos y un vecino, pero nada de eso había perdurado hasta estos días. La figura de su padre era una suerte de fantasma difuso y le costaba aterrizar su actual vida respecto de las interrogantes que flotaban entre su rutina y algunas noches de insomnio.

 

Semanas después había quedado de pasar un domingo por la tarde al departamento de Andrés. Él la recibió cariñoso al abrir la puerta y, de inmediato, la muchacha se dio cuenta de que su novio estaba con una visita.

 

—¡Así que esta es la joven Penélope, que teje de día y desteje de noche! —señaló una mujer de edad similar a Andrés, con ropa ejecutiva y lentes color rojo, sentada a la mesa del living.

—Amor, ella es Antonella, una amiga de muchos años —le indicó Andrés a Penélope. La muchacha se sintió descolocada. ¿Quién era esta tipa que hablaba como Pedro por su casa en el departamento de su novio?

—Hola, soy la polola de Andrés.

—Chiquilla, un gusto. Tenía ansias de conocer a la joven que le robó el corazón al Vladimir Nabokov chileno —comentó la mujer y Penélope adoptó una expresión confundida.

—Es un escritor ruso, amor. Con Antonella fuimos compañeros en Literatura.

 

La muchacha se sentía notoriamente incómoda. Andrés le pidió a su amiga que hablara de temas más generales pues su novia no era de ese mundo. Antonella dejó el tono jocoso y les explicó a ambos que ya tenía que irse, que no quería tomar el bus de regreso a casa muy tarde. “¿Dónde vives?”, le preguntó Penélope. “En Valparaíso. Vine por trabajo y aproveché de visitar a tu novio. Me alegra mucho conocerte”.

 

Al poco rato se despidió y la muchacha aprovechó de inmediato para encarar a Andrés. No entendía quién diablos era esa huevona ni que hacía junto a él, con la cara llena de risas. El literato trató de calmarla, le dijo que eran viejos amigos y llegó sin avisar, que no fuera tontita para hacerle una escena de celos. “¿Ustedes tuvieron algo antes?”, lo interrogó. “Pinchamos en la universidad, pero no fue nada serio. Somos amigos, Penélope, no te pases rollos”.

 

Durante el resto del día en el departamento las palabras escasearon. Penélope no podía sacarse de la cabeza que su novio le ocultaba algo con esa mujer. No quiso pasar la noche con Andrés y regresó enojada a casa. Apenas llegó fue directo a su habitación y cerró con llave, sin saludar a su mamá.

 

Desde entonces, un barniz de desconfianza impregnó la relación. Andrés trataba a Penélope como una niñita cuando ella insistía que él le ocultaba detalles de su vida, al punto que los encuentros se volvieron menos frecuentes.

 

En un intento por recobrar bríos en el pololeo, el literato invitó a la muchacha a ver la película “La forma del agua” al Normandie, a la espera de que el fuego inicial se reactivara. Y si bien hubo momentos en esas semanas en que la ternura resucitó y el episodio de Antonella parecía sepultado, Penélope volvía a sentir la mala espina en Andrés hasta en detalles insignificantes.

 

Se acercaba Navidad y él tomó la iniciativa de comunicarle que, pese a que le hubiera encantado pasarla con ella, sus papás y hermanos lo esperaban este año en Temuco. Además, su padre había presentado algunos problemas de salud hace unos meses, motivo que hacía a Andrés valorar cada minuto de vida en familia que pudiera disfrutar.

 

Penélope asumió la decisión con naturalidad. No es que quisiera terminar la relación, pero no se había hecho expectativas con su novio para las fiestas de fin de año. Conversaron la posibilidad de veranear juntos un par de semanas, incluso Andrés le adelantó que tal vez podría invitarla a su natal ciudad en el sur unos días. Sólo que estaba sobreentendido para ambos, este no era el momento.

 

La joven no se molestó en ir a despedirlo al terminal. A mitad de la semana previa a Navidad Andrés le envió un escueto audio por WhatsApp comunicándole que iba a abordar el bus. Por supuesto que conversarían durante las fiestas, pero Penélope se concentró en sus turnos en la heladería y en compartir con su mamá en la Pascua. Su novio regresaría los primeros días de enero y la muchacha aprovechó de reencontrarse con sus amigas del liceo en un carrete de Año Nuevo.

 

La mamá de Penélope se dio cuenta en su cambio de ánimo desde aquella tarde dominical en que llegó a encerrase en su cuarto. Prefirió no interrogarla sobre lo que, podía apostar, había sido un conflicto con Andrés. En cambio, compartió con ella con el cariño que le profesaba cuando era una lola y la mimaba con comidas que le gustaban. Una tarde incluso vieron juntas algunos capítulos de “Estúpido Cupido”.

 

No obstante, lo que la joven nunca imaginó fue que, tras los mensajes de rigor en las fiestas, una vez iniciado enero Andrés no daba señales de vida. Le hacía ghosting en WhatsApp e incluso una vez le cortó la llamada apenas reconoció su voz. Por otra parte, su Instagram seguía sin mayor actividad.

 

Se animó incluso a escribirle a amigos de su novio a través de la red social de instantáneas. Todos le señalaban que él estaba con su familia en Temuco, pero no tenían información reciente ni habían hablado con él desde que salió de Santiago.

 

De un momento a otro la situación empeoró y Andrés bloqueó a Penélope en todas las redes sociales, hasta en los llamados telefónicos. La joven estaba muy confundida y se atrevió a comentarle de la situación a una compañera de la heladería, en quien confiaba. “¿Nunca has creado una cuenta falsa de Instagram para stalkear?”, le propuso.

 

La aliada de Penélope, muy entendida en redes sociales, en menos de una hora buscó una fotografía convincente de una mujer, creó un perfil de acuerdo con las características del literato, buscó contactos provisorios para dar más verosimilitud y envió la solicitud al pololo de la muchacha. “Veamos si muerde el anzuelo”.

 

Ella no podía creer que este hombre guardara tantos secretos, que de repente desapareciera del mapa como si se lo hubiera tragado la tierra. Sus niveles de ansiedad se incrementaron y por un par de días parecía un autómata que se limitaba a hacer su trabajo y mantenerse alerta hasta recibir una noticia de su novio.

 

Fue tal la desesperación de Penélope por una respuesta concreta que acudió al departamento de Andrés. Estaba cerrado, sin luz ni señas de moradores. Le preguntó al conserje del edificio, a quien conocía, y él hombre no podía creer lo que estaba oyendo. “Señorita, don Andrés entregó el departamento a la corredora. Hizo la mudanza poco antes de Navidad. No entiendo cómo no le contó nada”.

 

La muchacha estaba furiosa, qué clase de psicópata era este hombre, pensaba, cuando sin dudar ni un segundo se dirigió a la heladería para compartir su hallazgo con la compañera de las redes sociales. “Me lo suponía”, le señaló ella tras escuchar la novedad que había averiguado Penélope. A continuación, le enseñó su teléfono en la cuenta falsa de Instagram. Andrés había aceptado la solicitud de la mujer ficticia y se podía ver en su perfil fotografías recientes en Valparaíso.

 

La amiga de Penélope estaba al tanto de Antonella. “Lo siento”, le dijo, pues las piezas del puzle se armaban por sentido común. La ahora víctima le agradeció su ayuda y caminó hasta la estación de Metro. Necesitaba volver a casa para procesar toda esta locura.

 

Sentada en uno de los vagones del tren subterráneo, la muchacha sentía rabia de lo inocente y estúpida que había sido. Con razón este tarado la encontraba parecida a la niña de “La Dolce Vita”. Incluso más, llegó a pensar que nunca debió haber aceptado ir a ver la imbecilidad de película “Blade Runner 2049”. Ella era como el replicante K, con recuerdos de infancia y una identidad implantada cibernéticamente, falsa como las cintas de Hollywood y toda esa basura de ficciones intelectualoides que se había tragado creyendo que era amor.

 

Llegó a casa dando portazos y maldiciendo. Su mamá salió de su habitación preocupada. “¡No me pasa nada, mamá, nada! No me hable, por favor”. La mujer prefirió guardar silencio y fue a la cocina a prepararle un té. Volvió al poco rato con la taza y vio a su hija sentada a la mesa del comedor, con la cabeza apoyada sobre su puño mientras refunfuñaba en voz baja.

 

—Penélope, mijita, estuve hablando con tu papá y quiere conocerte. Tal vez sea lo mejor… —le sugirió tratando de que cediera en sus frustraciones.

—¿Sabe qué? No lo quiero conocer. Dígale a ese caballero que se entretenga en sus libros y me deje tranquila.