lunes, 26 de julio de 2021

Veinte años no es nada

 


Una amiga muy culta me explicó el tópico del puer xenex, algo así como el niño viejo, la contraposición entre el joven inexperto con el sabio muy vivido, y que un ejemplo muy evidente era la obra "El Conde Lucanor", la cual nunca he leído ni pienso leer. Pero me resonó mucho en la conciencia en la época que trabajé en la agencia Omega Press, donde conocí a la Panchita.

Era una chica de 22 años, delgada y de piel muy blanca. Parecía muy seria al principio, pero creo que lo que me cautivó de ella fue esa mirada a la vez tierna y mordaz de la vida, sumado a un ingenio y sentido del humor muy cáustico. Panchita tal vez no disfrutaba de la vida, como si hubiera prolongado su adolescencia por sobre la veintena, y su válvula de escape era la ironía, el mundo del comic y del animé.

Era eficiente en el trabajo, una rutina mecánica de revisar digitalmente medios de comunicación y extraer notas para determinados clientes, por lo cual disfrutaba del margen sobrante de su jornada viendo series niponas en You Tube o leyendo alguna novela de vampiros. Por cierto, era un tanto gótica, pero siempre guardando la sencillez al vestir y sólo exteriorizándolo cuando salía de juerga con su inseparable amigo Roberto, un joven gay que combinaba el trabajo en la agencia con el estudio de diseño de vestuario.

Fueron los días iniciales de trabajo en que Panchita estuvo a cargo de mi inducción. La paga no era mucha, pero al ser un empleo de media jornada tenía la ventaja de dejarme tiempo para otras actividades, como la literatura. En ese entonces tenía 42 y la diferencia etaria era notoria desde las primeras conversaciones. Es que nunca entendí esa manía por las sagas juveniles, y mientras yo le comentaba acerca de la poesía chilena contemporánea o la novela existencialista, ella me enseñaba términos como fanfic o spoiler.

Le molestaba que alardeara erudición, la que, ingenuamente, hacía lucir como método de seducción. Me respondía bromeando sobre los memes que suelen hacerse en las redes sociales con la figura de Paulo Cohelo y los pretendidos aspirantes a escritores. Es un monólogo, me explicó un día, refiriéndose a esas supuestas conversaciones en las que sólo uno expone su fulgurante barniz cultural en desmedro del silencio ignorante del otro interlocutor. Me dio mucha risa cuando me contó que, en una de las ferias del libro de Estación Mapocho, un muchacho le preguntó qué le gustaba leer, para orientar su compra, y ante tantas sugerencias sin origen de una preferencia definida, se excusó con ir al baño y huyó con prisa.

Panchita había estudiado Relaciones Públicas y constataba el gran engaño de esas carreras técnicas que, en el papel de la publicidad del instituto, auguraban prometedores futuros laborales, y en la práctica la habían relegado a desempeñarse en un empleo que poco o nada tenía que ver con sus noches de quemarse las pestañas estudiando.

Vivía en Conchalí con su familia, dentro de la cual estaba su media hermana que era un factor disfuncional dentro del grupo social. Se lamentaba, una vez bajada la guardia de la desconfianza, que su hermanastra no colaboraba con la familia y acarreaba más problemas que soluciones, y los padres se mostraban muy pasivos ante tal situación.

Para seducirla, yo la instaba a que desarrollara sus capacidades artísticas (dibujaba muy bien) y que buscara un nuevo rumbo a su vida, lejos de tareas que no la gratificaran. Ella siempre anteponía una distancia fundamentada, mediante indirectas, en las diferencias que había entre nosotros. La diferencia en edad, que yo viviera en Las Condes y ella en la comuna del norte de Santiago, que los gustos distaban entre los dos. Sin embargo, en ocasiones, parecía disfrutar con mis conversaciones, en la que era cauto en no asomar al pedante que llevo en mis genes y trataba de ser muy empático con su realidad.

Cuántas veces la invité, luego del trabajo, a beber un café en algún local del barrio Lastarria. Se excusaba con que le costaba mucho tomar locomoción de vuelta a casa a esas horas, con que tendría que hacer hora mucho antes de juntarse conmigo (ella cumplía el turno de la mañana, yo el de la tarde), en fin, frecuentemente argumentaba razones que no eran más que resistencias a mis proposiciones.

Y, por otro lado, estaba la persona de Roberto interponiéndose entre nosotros. Es curioso que algunos homosexuales sean tan celosos de sus amigas mujeres. Roberto era unos años mayor que Panchita; la protegía y orientaba en la vida. Hacía notar que mi cercanía con ella no era una buena influencia, no se fiaba de mis intenciones y poseía una gran autoridad moral sobre Panchita, al punto que parecía más su padre que su amigo.

Hubo una época en que, producto de otro trabajo en que me desempeñaba de manera free lance, tenía oportunidades muy valiosas de asistir a tertulias literarias en liceos de Providencia a leer mis poemas. Desgraciadamente, en la agencia había sobredemanda de solicitudes de registros en prensa y el trabajo se sobrecargaba para los pocos empleados que nos desempeñábamos en ese entonces. Advertí con tiempo a la Panchita y a Roberto que en ciertos días debía terminar mi jornada a tiempo para llegar a estas tertulias, previendo que, como en otros días, me pudieran dejar muchas tareas pendientes de la mañana que retrasaría mi hora de salida.

Uno de esos días llego y constato que Panchita tenía mucho trabajo que le correspondía sin hacer. Roberto se había retirado más temprano, para variar. Fue tal mi rabia que me acerqué a ella y, por primera vez sin llamarla por su diminutivo, le dije con voz firme: Francisca, hay muchas tareas que tienes pendientes y no es justo que me las delegues a mí, no corresponde, en especial hoy que avisé que tengo que salir de la agencia a tiempo. Fue una reacción de mucha rabia y frustración de Panchita, me respondió, muy aireada, que las indicaciones que le dejé ayer en check list estaban mal escritas, que no entendía bien cuáles eran las tareas y una serie de excusas infantiles e irresponsables.

Le pedí disculpas y, tratándola con guante de seda, le expliqué lo importante que eran para mí esas tertulias. Luego de un rato de escuchar mis palabras quedó en silencio. Fue a la cocina y volvió más tarde, cuando ya había iniciado mi jornada. Sin decirme nada, avanzó en muchas tareas de forma muy eficiente y logró reducirme la carga de trabajo al punto que, más tarde, pude llegar a tiempo al liceo y la tertulia fue todo un éxito.

Le agradecí mucho su gesto y prometí comprarle un libro de su preferencia en compensación al favor. En sus momentos de confianza, Panchita me había contado que le había gustado mucho la película “Sensatez y sentimientos”, que el protagonista masculino era todo lo que una mujer podía soñar. Decidí regalarle una bonita versión del clásico de Jane Austen y le agregué a la compra “Narraciones extraordinarias”, de Edgar Alan Poe, por sus afinidades con el misterio y el mundo gótico.

El día en que le entregué los libros estaba muy feliz y bromeaba infantilmente con Roberto por sus regalos. Mira mis libros, Roberto, yo los tengo y tú nooo… Panchita se sintió tan agradecida que, a los pocos días, una vez que tuve que reemplazar a Roberto en la mañana, me preguntó cuál era mi personaje favorito de “Star Wars”. Por ese tiempo habían estrenado hace poco “El renacer de la fuerza”, séptima película de la saga. Yo le respondí que era Yoda. Ella sonrió y me dijo, apuesto que es por eso de el tamaño no importa. Me dio mucha gracia y le aclaré que, en realidad, era un personaje aparentemente muy inofensivo y hasta ridículo, pero que escondía una sorprendente fuerza mental y elevado espíritu.

El personaje favorito de Panchita era Darth Vader, no por la oscuridad gótica ni por la maldad, como los adolescentes que se esmeran en aparentar ser rudos para sentirse más seguros, sino porque ella era asmática, desde niña tenía esa enfermedad y se sentía muy identificada con la respiración del tipo inhalador del lord del Imperio. Ese mismo día revisó una página en Internet y se quedó dibujando largo rato.

Más tarde volví de la cocina, donde me serví un café, y Panchita había dejado un regalo en el computador que yo ocupaba. Era un dibujo de Darth Vader siendo niño, blandiendo su espada láser, extraído de una página web de animación que emulaba el estilo kawai, que significa tierno en japonés, con una bonita leyenda en que bromeaba con los escritores Paulo Cohelo y me instaba a ser como mi gran referente: Julio Cortázar.

Me enterneció mucho el regalo y se lo agradecí con un gran abrazo. Panchita había mostrado ser sensible y afectuosa. Todo parecía ir muy bien con mis intenciones.

Sin embargo, la figura de Roberto se interpuso entre nosotros.

Al poco tiempo él regresó del reemplazo que hacía en su jornada en la mañana. Fue notorio que estaba molesto por nuestra cercanía. En un momento sorprendí a Roberto reprendiendo a Panchita por su cercanía conmigo y detrás de la puerta escuché clarito cómo le aseguraba que yo no era una buena alternativa para ella, que la superaba por años, que no se confiara de ese tal Juan Pablo, con sus pretensiones de escritor y toda esa mentira que lo único que buscaba era llevarla directo a la cama.

Los días que siguieron fueron difusos. Entraba a las 14 horas y muchas veces Panchita ya se había retirado. Roberto, con cinismo, me explicaba que ella estaba haciendo trámites, pues tenía el interés de volver a estudiar. Yo la extrañaba mucho y trataba de encontrarme con ella, de sentir su risa y sus juegos infantiles que me alegraban aquellos días de mucha rutina y amargura.

Para colmo de males vinieron malas noticias: por imposibilidad de crecimiento de la agencia, la dueña había pactado cerrar paulatinamente Omega Press y sus tres empleados nos quedábamos con las manos vacías ante la falta de trabajo. Pasé días muy oscuros pensando en mi futuro y en la dificultad para encontrar un empleo con un sueldo profesional que significara un salto en mi tardía carrera de periodista.

Panchita me evadía y, las pocas veces que me topaba con ella en la agencia, me daba excusas de tiempo y dinero para que la congraciara con algún café y un pastelillo, que decía disfrutar mucho, en algún local bohemio del barrio Bellas Artes u otra geografía que le agradara. El problema no era el tiempo, ni el dinero, ni la ubicación del encuentro: cargaba con una difamación que me era muy arduo aclarar.

Hasta que finalmente llegó el día del cierre de Omega Press. Hubo recriminaciones, enojos, palabras confusas, dimes y diretes varios con la jefa. Pero a la larga no había mucho más que hacer. Como para cerrar un ciclo, quedamos con la Panchita y Roberto de juntarnos en un boliche del Centro de Santiago a beber unas cervezas como despedida, las del estribo, como se dice.

Esa reunión de exempleados fue tensa. Muchas palabras entre líneas, ajustes de cuentas emocionales, frases con veneno y poco compartir en camaradería. De lo que se pudo rescatar, supe que Panchita iba a entrar a estudiar Recursos Humanos en un instituto, con ayuda económica de su padre y algún trabajo de medio tiempo que buscaría. Yo le había prometido a Panchita regalarle un libro de cuentos de Cortázar para que conociera más mis gustos. En principio había aceptado.

Salimos entonados del tugurio, con una pesadez tanto en el hálito alcohólico como en el ánimo reinante. Roberto se dirigió a la Alameda y se hizo humo. Yo acompañé a la Panchita al Metro Cal y Canto a que tomara colectivo de regreso a casa, pues era tarde y me preocupaba por ella. Mientras caminamos íbamos en silencio, intercambiando apenas palabras triviales sobre el clima o las noticias recientes del país.

Al momento de la despedida, le recordé que teníamos una junta pendiente para regalarle el volumen de cuentos de Cortázar. Tú no tienes ningún libro que regalarme, me respondió con frialdad. Un insípido beso en la mejilla y se perdió por entre las personas que circulaban por la galería del Metro.

Panchita, por qué no fuiste capaz de tomar tus propias decisiones, de escuchar lo que te sugerían las emociones. ¿Tan diferentes éramos? Las afinidades se podían complementar, nunca pretendí que reeditáramos “Palomita blanca”, las distancias geográficas se podían soslayar. Veinte años no es nada, dice el tango, no lo son cuando dos personas logran comunicarse y hablar con el corazón en la mano.

Han pasado varios meses desde que me despedí de Panchita para no saber más de ella. Pienso en esa amiga culta que me explicó el tópico del puer xenex, en que tal vez yo tenga mucho de niño anciano, que me despierte tanta pasión la ternura femenina y, al mismo tiempo, no pueda entender la dinámica de la juventud. A veces, dentro de mi ocio de la cesantía, reviso mis documentos y encuentro el dibujo del villano espacial que me regaló Panchita. Pienso si en estos tiempos mezquinos e individualistas, donde los seres humanos hemos olvidado amar, hay cabida para epopeyas nobles de lucha entre el bien y el mal, con la dignidad de caballeros andantes futuristas.

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